Cuento

EXISTIR

Mi nombre es Juan Cruz Argento. Tengo 36 años. Soy nacido, criado y habitante del barrio de Dock Sud, Provincia de Buenos Aires. Soy maestro mayor de obra. Trabajo por el cual gano un miserable salario. Mi madre murió el día de mi nacimiento. Su muerte convirtió a mi padre, un exboxeador profesional frustrado, en un alcohólico. De allí a ser un abusador de sus propios hijos. No sexual, gratamente. Pero el maltrato físico y verbal que vivimos con mi hermano era algo habitual. Mi hermano murió hace 2 años, a causa de una sobredosis de heroína. Siempre fue adicto a las drogas. Por mi parte, tuve la suerte de tomar otro camino. No se que tan distinto o que tan preferible, pero otro al fin. Deambulé por las calles de Buenos Aires. Dormí en trenes, subtes, colectivos, casas ajenas y sobre cartones en alguna que otra noche fría porteña. En aquel tiempo coseche muchas enfermedades físicas y mentales de las que quedan vestigios en mi ser. Hace 8 años conseguí trabajo gracias a mi tío, la única persona que estudio y se recibió de mi familia; quien en agradecimiento a no haber caído en el mundo de las drogas me saco de las calles y me arropo. Mi tío también falleció hace un tiempo, en una disputa nocturna contra un chico de tan solo 14 años quien descargo involuntariamente tres balas de su 38 para robarle el maletín. La recuerdo aún más que la muerte de mi hermano porque él fue quien me trajo de vuelta a la vida y porque fue 2 semanas después de que yo me case con Marta, mi mujer. Con toda esta introducción no estoy buscando que empatices con mi historia de vida, ni mucho menos eximirme de haber matado 2 personas. Pero simplemente quiero que entiendan porque lo hice. 

Escribo esto mientras me termino mi segundo atado de Philip Morris en el día, recostado sobre una bañadera que alguna vez supo estar impoluta, hoy con tintes rubicundos. De fondo usted no es capaz de escuchar, pero la razón de porque estoy acostado en mi bañadera es porque Marta está teniendo relaciones sexuales con Ariel, el vecino del 6toB, en mi cuarto. Ella sabe que yo ya llegué a casa, pero hace meses que mi presencia le es indistinta y Ariel parece haberla tomado como una nimiedad. Alguno de ellos será mi próxima víctima, ya sea mi mujer o uno de sus amantes. Me inclina más Ariel porque además de acostarse con mi mujer en mi propia cama y de tener un rostro horrendo con su clásico bigote zapata, hace meses me debe dinero de los gramos de paco que le conseguí. Igual no estoy desesperado en sacármelos de encima porque sé que será mi último crimen. Y luego me matare a mí para acabar con este sufrimiento azaroso llamado vida.

Probablemente se pregunten quien fue la otra víctima de mi desazón emocional. Fue hace 1 semana. Días después de mi ataque de ansiedad que me dejo inmóvil en la obra y me termino haciéndo pasar una noche en el mismo psiquiátrico donde se encuentra mi padre, hace ya 5 años. Si, él fue la primera. Una vez que me sentí plenamente bien, nose si por propia casualidad o por la cantidad de drogas que ingerí, pregunte si me podía retirar y retíralo a mi padre de igual forma, para que pase el día conmigo. La autorización fue concebida y lo saque a recorrer los alrededores.

Mi padre no hablaba hace ya unos años. Eso me generaba rabia e impotencia. Tenía ganas de que me vea y me responda las dudas que me atormentan hace tiempo. Quería que viera que yo no estaba bien y que necesitaba de su compañía. Porque a pesar de todos los malos momentos que nos hizo pasar a mi hermano y a mí, yo no le guardaba rencor. Entendía por lo que había atravesado con la muerte de su mujer (de mi madre) y por ello nunca tuve la necesidad de reclamarle nada. Nunca hasta ese día, esa tarde de abril que necesite de su ayuda y de su voz, y no fue capaz de prestármela ni un minuto. Esa tarde quedaría marcada en mi memoria porque me deshice del culpable de haberme creado, de haber cometido el error de hacerme existir. No me manche de sangre ni se involucró la violencia. Solo lo abrace, lo bese y lo deje caer rodando sobre una colina de unos 30 metros que provocaría su muerte. No fue difícil actuar mis lágrimas ni mis emociones para que crean la inverosímil historia que invente y que insólitamente fue creída por los médicos y hasta por la misma policía.

Acabo de escuchar la puerta. Ariel ya se retiró de mi hogar. Es mi momento de poder salir y disfrutar yo de mi mujer. De aquella que, bajo compromisos contractuales y legales, aún era mi esposa. No recuerdo cómo fue que comenzó a desenamorarse de mí, pero sé que el amor se disipo a partir de las desgastantes discusiones que manteníamos diariamente. Ahora solo tenemos relaciones cuando yo se lo pido, o cuando a ella no le contesta ninguno de sus amantes. Seguimos compartiendo techo porque ninguno gana lo suficiente como para mudarse solo y porque a pesar de la disipación del amor, el respeto se sigue manteniendo. Pero a partir de haberme sacado el peso de mi padre, sentía la necesidad de hacer lo mismo con Marta. A mí no me era indistinta su presencia, me estorbaba. Me era una molestia cuando lo único que hacía era verla irse y llegar. Verla irse con alguien y entrar con otro. Por eso me termine decantando por matarla a ella, no a Ariel, aunque si fuese por remordimiento, hubiese sido mi primera elección. No quería que ella sufra, pero no había forma de calmar mi dolor si no era de esa forma.

Ella se había acostado, estaba agotada. Se ve que Ariel la complacía mucho. Así que decidí esperar a que el sueño haga su trabajo. Una vez que ya no respondía a mis leves llamados pude confirmar que estaba dormida como un mármol. Siempre fue de sueño pesado. Lo que todos nuestros años juntos odie, hoy lo agradecía. Allí empecé a cavilar opciones para acabar con su existencia, para luego terminar la mía. Era un martes por la tarde-noche, el sol ya estaba caído y era momento de prender las luces de la casa, de fondo se escuchaba la banda de Rocco, el hijo de Marcelo del 4toC practicando, y algunas discusiones que mantenían los vecinos de arriba. Era el momento justo para acabar con todo. Tomé una almohada del sillón, le rocié veneno de ratas y decidí asfixiarla hasta su muerte.

No es necesario que sepan cómo transcurrió lo que se suponía que iba a pasar, ni si fui capaz de acabar con todo. Solo tienen que saber que esto es lo último que sabrán de mí. Lo último que sabrán de Juan Cruz Argento.

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